Hay silencios que pesan, que se adhieren al paisaje como una niebla persistente. En Córdoba, el predio de La Perla es uno de esos lugares donde el aire mismo parece cargado de memoria. Durante décadas, la tierra guardó un secreto impuesto por la fuerza, un dolor sembrado en la oscuridad. Hoy, esa misma tierra, cansada de callar, ha comenzado a susurrar verdades a través de los huesos de quienes fueron silenciados.
El reciente hallazgo de restos óseos en la Loma del Torito no es solo una noticia forense; es un eco que atraviesa casi medio siglo de ausencia, un fragmento de historia que se niega a permanecer enterrado.
La luz que atraviesa el olvido
Donde antes reinó la brutalidad del ocultamiento, hoy la ciencia y la paciencia trazan un camino hacia la verdad. Los métodos de la dictadura se basaban en la desaparición, en borrar huellas, en convertir a las personas en un vacío. Su herramienta era la oscuridad, la fosa anónima, el intento de quebrar no solo cuerpos, sino también la memoria.
En un contraste que estremece, el método actual es la antítesis de aquella barbarie. Un avión surcando el cielo con un sistema láser, no para vigilar ni para atacar, sino para leer las cicatrices del terreno. Un haz de luz que escanea hectáreas para encontrar las alteraciones que la tierra sufrió en 1979, cuando el horror aún operaba a plena máquina. La tecnología, a menudo vista como fría y distante, se convierte aquí en una herramienta de la memoria, un faro capaz de iluminar el lugar exacto donde una vida fue escondida. Es la justicia poética de la era moderna: la luz para desenterrar lo que la oscuridad intentó devorar.
El eco de una voz en el campo
La ciencia de hoy confirma lo que el coraje de ayer se atrevió a denunciar. En 1985, durante el histórico Juicio a las Juntas, el trabajador rural José Julián Solanille prestó su voz a los gritos que escuchó en 1976. Habló de pequeñas tumbas, de la certeza de un campesino que conoce su tierra y sabe cuándo ha sido profanada.
Su testimonio, valiente y solitario en aquel entonces, resuena hoy con una fuerza abrumadora. La fosa encontrada en la Loma del Torito es la prueba material de que su palabra era verdad. Demuestra que, por más poderoso que sea un aparato represivo, nunca puede silenciarlo todo. Siempre queda una voz, una sospecha, una memoria que, como una semilla, espera pacientemente bajo tierra el momento de germinar. El hallazgo actual no solo honra a los desaparecidos, sino también a aquellos testigos que, venciendo el miedo, se atrevieron a contar el horror.
Del desaparecido al asesinado: El nombre que cierra la herida
"Cuando uno encuentra un cuerpo, esa persona deja de ser un desaparecido y empieza a ser un asesinado". Las palabras del juez Hugo Vaca Narvaja contienen el peso de esta búsqueda. La desaparición forzada es una herida abierta, una tortura suspendida en el tiempo para las familias que no pueden iniciar un duelo. Es una ausencia que ocupa todo el espacio.
Encontrar un fémur, un fragmento de cráneo, es un acto de una crudeza inmensa, pero también de una profunda humanidad. Es el primer paso para devolver una identidad, para transformar un número de expediente en un nombre y un apellido. Para que una familia, después de 50 años de búsqueda, pueda finalmente tener un lugar donde llorar a su ser querido, un punto final para la incertidumbre.
Estos huesos no hablan de muerte, sino de vida. Cuentan la historia de quienes eran, de sus sueños truncados, y de un país que se niega a olvidar. La Perla, aquel centro de exterminio, se resignifica hoy como un campo donde, con la delicadeza de un arqueólogo y la persistencia de la justicia, se cosecha la verdad. Aún queda mucho por excavar, pero la tierra ya ha hablado, y su susurro es el comienzo del fin de un largo y doloroso silencio.